a crisis de seguridad pública por la que atraviesa el país dio un brusco giro a raíz del homicidio de tres personas vinculadas al consulado estadunidense en Ciudad Juárez. Aunque nadie ignoraba que la guerra contra la delincuencia organizada
emprendida por el presente gobierno desde su inicio se inscribía en el marco de la agenda bilateral y, más específicamente, en los términos de la Iniciativa Mérida, firmada por Felipe Calderón Hinojosa y George W. Bush, esos asesinatos fueron, para Washington, un trágico llamado de atención –y también, tal vez, una provocación– acerca de la imposibilidad de mantenerse al margen en un conflicto cruento y sin duda confuso, pero en el que Estados Unidos desempeña un papel fundamental; el país vecino no sólo es el principal consumidor de drogas ilícitas en el mundo y el más importante mercado para la cocaína que se trasiega por nuestro territorio, sino también el más importante proveedor de armas de alto poder para los grupos delictivos y el principal promotor, hacia América Latina, de una estrategia contra las drogas que se ha revelado como fallida e improcedente.
Durante tres años, el gobierno calderonista aplicó a rajatabla esa estrategia, basada únicamente en la persecución policial y el aniquilamiento militar de los presuntos narcotraficantes, sin poner atención a las tareas complementarias en materia de inteligencia, planeación, desarrollo económico, educación, salud y bienestar social. El saldo de tal decisión está a la vista: más de 17 mil muertos en tres años, extensas zonas del país fuera del control del Estado –como lo demuestran los bloqueos viales organizados anteayer y ayer, con plena impunidad, por grupos delictivos en Monterrey y sus alrededores–, infiltración de las instituciones por parte de las bandas criminales, zozobra generalizada de la población y un incremento anunciado y exasperante en el número de violaciones a los derechos humanos por parte de las corporaciones civiles y militares de seguridad pública.
Lo cierto es que, como lo señaló Juventino Castro y Castro, presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados y ex magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la lucha contra el narcotráfico es una de esas circunstancias en las que Estados Unidos obtiene todas la ventajas sin ningún esfuerzo
, y aunque en el discurso Washington asume una postura ética ante el trasiego de drogas, en los hechos asume que se trata de un fenómeno económico que genera un vasto poder financiero y una actividad inocultable en los más importantes centros financieros estadunidenses y mexicanos.
En esta lógica, resulta incomprensible que, mientras al sur del río Bravo loscárteles de la droga operan en un contexto de violencia inusitada, agudizada hasta extremos alarmantes tras el arranque de la ofensiva gubernamental contra ellos, la droga ingresa y se distribuye en el territorio estadunidense en forma ágil, eficiente, discreta y pacífica: en Estados Unidos prácticamente no hay muertos ni decomisos ni arrestos de líderes de este negocio ilegal. Pareciera que al gobierno de ese país le interesa únicamente evitar que las sustancias ilícitas lleguen a sus fronteras y que, una vez que las han cruzado, su comercialización deviene una actividad tolerable.
Semejante incongruencia, que refiere en forma nítida la injusta asimetría imperante en la llamada”colaboración” bilateral contra el narcotráfico, tendría que ser planteada a la delegación estadunidense de alto nivel que vendrá al país el martes próximo, encabezada por la secretaria de Estado Hillary Clinton, y que incluye a los secretarios de Defensa, Robert Gates, y de Seguridad Interior, Janet Napolitano, además de otros encumbrados funcionarios de Washington.
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