domingo, 20 de junio de 2010

Muere José Saramago, escritor y comunista libertario


Todavía comentó los hechos más recientes de este mundo en crisis, informó Pilar del Río, su viuda y traductora

Los restos del autor de Caín fueron velados en la isla de Lanzarote

Armando G. Tejeda

Corresponsal

Periódico La Jornada
Sábado 19 de junio de 2010, p. 2

Madrid, 18 de junio. El niño de infancia pobre y pies descalzos, hijo de campesinos sin tierra; el comunista libertario que abrazó con igual intensidad sus ideales y las palabras, José Saramago falleció este viernes en su casa de la isla canaria de Lanzarote.

Desde hace años padecía leucemia y las consecuencias de la edad, 87 años. Por la mañana se despertó, desayunó y charló con su mujer, Pilar del Río, sobre las novedades de este mundo en crisis, le empezó a doler un poco el pecho y, a las pocas horas y sin dolor, cerró los ojos.

Murió uno de los grandes escritores del siglo XX, un autor que escribió hasta su último hálito de vida, un novelista, poeta y ensayista que, además, ha sido el único literato portugués en recibir, en 1998, el Nobel de Literatura. Un comunista libertario que compartió con los indígenas mexicanos su hambre de justicia e igualdad.

A partir de 2007, cuando una neumonía lo puso al borde de la muerte, Saramago administraba su energía con celo: escribir y, si acaso, alguna salida extraordinaria para apoyar alguna causa justa –como ocurrió con la activista saharahui Aminatu Haidar, cuando ésta realizó una huelga de hambre– o para presentar sus libros más recientes.

Su convicción de escribir para desasosegar lo mantuvo siempre activo, ya sea adentrándose en esos universos literarios que creaba a partir de supuestos imposibles, con su blog personal o, incluso, en la redacción y firma de algún comunicado sobre uno de los graves y diversos atropellos que le tocó presenciar.

Narrador autodidacta

Este viernes, 10 minutos antes de las dos de la tarde, murió en su casa de Tías, en Lanzarote, refugio que le abrió sus puertas en 1993, cuando huyó de su patria, Portugal, por el que sería el primer veto público a su obra, en este caso por El evangelio según Jesucristo.

Según relató Pilar del Río, su compañera y traductora, Saramago se despertó de buen humor, había pasado una noche plácida e, incluso, se interesó como hacía cada mañana por los principales acontecimientos del planeta, para lo que Pilar siempre le hacía un resumen que, incluso hoy, le apostilló con su habitual ironía.

Después de desayunar sintió una especie de pinchazo en el pecho, de ahí un malestar general que lo obligó a recostarse en su habitación. Después, según los médicos, se generó un fallo multiorgánico que le provocó la muerte. Una muerte rápida y, al parecer, sin dolor.

Saramago vivió sus últimos años con el mismo ritmo de lectura y de escritura que cuando inició su andadura literaria, allá a finales de los años 60 –incluso más, llegó a contar Pilar del Río.

Fue un escritor tardío y autodidacta que nació en un recóndito pueblo de la provincia portuguesa, Azinhaga, en 1922, donde sus padres eran campesinos y analfabetos, incluido su abuelo, de quien heredaría su atracción por la cultura, el arte y la magia de las palabras. Pero también sus hondísimas convicciones políticas, rebeldes, la de esa clase obrera marcada por guerras y por hambrunas que asolaron a Europa en el siglo pasado, la de esos comunistas perseguidos por las dictaduras y el fascismo que mantuvieron viva la llama de su pensamiento. He sido, soy y seré un comunista. Un comunista libertario, repetía sin un ápice de resignación.

Sólo yo sabía, sin conciencia de saberlo, que en los ilegibles folios del destino y en los ciegos meandros del acaso había sido escrito que tendría que volver a Azinhaga para acabar de nacer. En esta frase, extraída del primer y único libro de memorias del Nobel, Las pequeñas memorias (Alfaguara), se resume el cariz con que Saramago afrontó la reconstrucción de su niñez, una época que, dijo, es la única que importa en la historia de los hombres, pues en ella forja el carácter, las filias y fobias de lo que somos después.

Y Saramago, después de esa niñez de hambre, frío y carencia, siempre bajo la severidad de un padre estricto y hasta cruel, empezó a recorrer su historia vital.

De joven fue, por supuesto, campesino, pero también fue mecánico automotriz, contador, vendedor de seguros, aprendiz de reportero y, finalmente periodista, como antesala a su oficio y refugio definitivo: escritor.

A pesar de que siempre había estado en la sombra, sobre todo como autor de poesía, Saramago era prácticamente desconocido hasta que, en 1982, publicó Memorial del convento.

A partir de ahí vendría una actividad literaria frenética, grandes títulos con escaso tiempo de diferencia, que a la postre se convertirían en el principal argumento para que fuera reconocido con el Premio Nobel de Literatura 1998.

Se trata de obras ya clásicas, como La muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra, El evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera.

Tan crueles como Dios

José Saramago no sólo fue un arriesgado militante del Partido Comunista portugués durante la dictadura de Salazar, sino también fue un escritor que suscitó, desde sus primeros libros, reacciones encontradas, en ocasiones ríspidas por su forma de narrar los acontecimientos.

En uno de sus últimos encuentros con la prensa en Madrid, en noviembre del año pasado, Saramago habló de lo que ya entonces parecía inminente y cercano, su propia muerte y sobre la idea cristiana de la pena eterna.

“La muerte no me importa. Pero sí me afecta desde un punto de vista muy egoísta, porque es finalmente el estar y ya no estar. Eso es la muerte: el haber estado y ya no estar. Que estaremos en la vida futura, puede que sí. Pero lo que no puedo aceptar es que alguien me diga que mis pecados los pagaré en el infierno y que ahí me quedaré por toda la eternidad. Crueles somos nosotros los hombres que concebimos la pena perpetua (…) Tan crueles como Dios somos los seres humanos. La idea de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza se invierte; nosotros hemos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza.”

En ese encuentro también reveló una cuestión vieja y constante: “Hay una pregunta que persigue a los escritores, ¿por qué escribir? Como decía el filósofo griego el movimiento se demuestra andando, y la razón de escribir en el fondo no es más que eso: escribir. Pero hay otra pregunta más compleja, ¿para qué se escribe? Y eso depende del punto de vista. A lo mejor yo hace unos cuantos años no sabía decir para qué escribía, pero ahora lo tengo bastante claro. Yo no escribo para agradar ni para desagradar. Yo escribo para desasosegar. Algo que me gustaría haber inventado, pero que ya lo inventó Fernando Pessoa, El libro del desasosiego. Pues a mí me gustaría que todos mis libros fuesen considerados libros para el desasosiego.”

Los restos mortales de Saramago fueron velados en uno de sus últimos grandes proyectos, la Fundación José Saramago, con sede en la isla de Lanzarote y desde la que Pilar del Río pretende seguir difundiendo su palabra y pensamiento, su desasosiego. Un desasosiego que él mismo alimentó con sus hallazgos intelectuales, con sus máximas, como aquella que expresó con la voz entrecortada y una debilidad física que hizo sospechar a muchas personas que aquellas palabras pronunciadas en un homenaje en Madrid en noviembre de 2007 eran una especie de despedida, de epitafio en vida: Si la belleza hubiese vencido a la barbarie, el mundo, quizá, hubiera tenido futuro.

El gobierno de Portugal decretó este sábado y el domingo días de luto nacional en memoria del escrito.

De acuerdo con el diario español El País, José Saramago dejó unas 30 páginas de una nueva novela titulada Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, en la que hace una reflexión acerca del tráfico de armas; y añade que el próximo libro que publicará Alfaguara se titula José Saramago en sus palabras; y en julio se estrenará el documental José y Pilar (unión ibérica) producida por Pedro Almodóvar y Fernando Meirelles, y dirigida por Miguel Mendes.

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