Mi nombre es Xóchilt Micalco y estoy aquí para un asunto trascendental. Nací en la ciudad de México cuando los vientos de la historia empezaban a desmembrar las rígidas estructuras del sistema político. Con toda la intención omití mi segundo apellido, el de mi madre, para resaltar Micalco, que es el objeto de esta historia. Y el héroe de ésta es mi abuelo Eligio quien hizo todo lo posible para conservar nuestro apellido mexica.
Nació entre las flores y las hortalizas de Xochimilco, en los inicios del siglo XX. De padres indígenas, tuvo la fortuna de ir a una escuela de monjas donde aprendió a leer y escribir a muy temprana edad. Y fue ahí donde empezaron los problemas con su nombre. En la lista del grupo fue anotado como Eligio Martínez, y cada vez que la maestra pasaba lista no respondía porque insistía en que no era su apelativo. Los castigos no lo doblegaron, y se aferró a lo único que tenía elocuencia, su apellido náhuatl, el mismo que aludía a toda una cultura y que había sido borrada por los invasores.
“No es un apellido cristiano”, insistía el catequista de la iglesia de Santiago, en Tlatelolco, barrio donde empezó a trabajar de mozo en una panadería. Originalmente Micalco era Micquicalli y se traducía algo así como “La casa olvidada”, pero los avatares de la incomprensión se encargaron de llevarlo a la forma actual.
Con el estallido de la Revolución, la vida de mi abuelo dio un vuelco. Su padre fue obligado a incorporarse a las fuerzas federales y luego enviado a Zacatecas donde murió en un enfrentamiento contra villistas. Meses después su madre murió de tuberculosis dejando en la orfandad a sus seis hijos. Mi abuelo, después de vagar por el centro de la ciudad, consiguió colocarse en una tienda de abarrotes. Aquí, además de los compradores citadinos, acudían comerciantes de los pueblos aledaños y arrieros que llegaban del estado de Morelos los cuales confirmaron lo que era un secreto a voces, que la guerrilla de Emiliano Zapata estaba extendiéndose como lumbre en pasto seco.
Un día, mi abuelo en lugar de atender a sus clientes y elaborar las notas de compra, se fue rumbo a Tlaltizapán, un apacible pueblo de arrozales y maizales, donde estaba el campamento de Zapata. “Tú no sirves para esto, la guerra requiere de hombres, no de niños”, le soltó el encargado del reclutamiento.
-Puedo manejar el fusil y sé escribir-. Argumentó mi abuelo en tono de súplica mientras sostenía con las dos manos su sombrero de palma.
Sin cambiar de parecer el comandante lo instó a volver a su pueblo, a acabar de crecer. Como despedida lo envió al comedor. Al entrar al enorme galerón, hecho de varas y zacate, el joven Eligio percibió un inesperado aroma de hogar. Las enormes ollas humeaban y olían a frijoles recién cocidos, y las mujeres que hacían las tortillas, así como de las que atendían a la guerrilla, constituían el marco maravilloso de un cuadro cargado de esperanza. Como pudo, se acomodó en el extremo de un escaño, y el destino quiso que se sentara frente al hombre que le cambiaría la vida. Se distinguía de los demás por su pulcritud y sus cabellos grises. Moreno y de rasgos indígenas, escribía febrilmente en hojas oficio rayadas. Luego de una pausa, se fijó en el adolescente Eligio, y a manera de saludo le preguntó si sabía escribir. Ante la afirmación, le pasó una hoja y procedió a dictarle un poema. Luego de ver las primeras líneas, el hombre moreno se paró gritando: “Qué barbaridad, he encontrado a mi secretario”. Otilio Montaño, uno de los intelectuales más honestos y radicales de Zapata y quien fuera coautor del Plan de Ayala, gritaba sin recato. Lleno de gusto sacó a mi abuelo en vilo rumbo al cuartel general.
Por su envidiable escritura y su viva inteligencia, mi abuelo empezó a ser apreciado por casi todos. Meses después Montaño lo presentó a Zapata quien quedó admirado por su desempeño. “El apellido Micalco me cuadra” recalcó el general. “Enséñale lo más que puedas, pues él nos sobrevivirá”, le dijo al ex maestro rural. Y así fue, consumada la Revolución, mi abuelo regresó a Xochimilco a cultivar flores y verduras, como cuando era muy niño pero ahora con perspectiva diferente. “Lo moderno es volver a los orígenes; cultivar plantas nativas y, sobre todo, el maravilloso maíz, es lo que le da trascendencia a los mexicanos”, asentó en el preámbulo de uno de sus libros. Antes de sus memorias, escribió un ensayo sobre Zapata titulado Zapata el desconocido. En éste registra, entre otras cosas, el cultivo de la gramínea mexicana en los periodos de relativa calma, por parte de los zapatistas en los campos morelenses. También detalla las discusiones que se dieron en la Convención revolucionaria celebrada en Aguascalientes donde, por su coherencia social, la asamblea en pleno, hizo suyo el plan de Ayala. Respecto al encuentro entre Villa y Zapata, llevada a cabo en Xochimilco, Eligio Micalco asienta; “El encuentro fue hermoso e impresionante. Zapata esperaba a Villa en la escuela primaria. Villa llegó montado en uno de sus mejores caballos y acompañado de una pequeña escolta. Al acercarse a la escuela, bajó del corcel, caminó hasta donde se encontraba Emiliano y haciéndole entrega del ramo de flores, le dijo: -Señor general Zapata, realizo hoy mi sueño de conocer al jefe de la gran Revolución del Sur-. Con una blanca y amplia sonrisa bajo sus grandes bigotes, Zapata le respondió: -Señor general Villa, realizo yo ese mismo sueño al conocer al jefe de la gloriosa División del Norte-. Y brindaron pese a que el norteño era abstemio”.
Luego, el zapatista Micalco asegura que Villa y Zapata congeniaron desde el primer momento y su identificación se hizo más grande en cuanto hablaron de los robos de Venustiano Carranza. También registra que “a los dos días, el domingo 6 de diciembre de 1914, hicieron su entrada en la Ciudad de México. En Palacio Nacional, pasaron al salón de audiencias, donde Villa se sentó en la silla presidencial, haciendo jocosos comentarios. A su lado, Zapata, lejano y taciturno, sostenía en sus piernas un enorme sombrero”.
Mas el núcleo del ensayo lo constituye la visión indigenista del Caudillo del Sur. Eligio Micalco escribe que Zapata deseaba un gobierno de indígenas dado que la historia había demostrado que, tanto criollos como mestizos, no habían sido más que herederos del proyecto depredador de los conquistadores. “Con bandidos no se reconstruye un país”, le confió a mi abuelo.
¡Micalco, Micalco!, aclamaba la multitud a los novios que salían del palacio municipal de Tlaltizapán. No obstante que vestían con sencillez, se veían muy elegantes. Un cronista estadounidense los describió como “jóvenes y hermosos”. No era para menos, mi abuela, de piel dorada y ojos aceitunados, tenía 16; y mi abuelo, bronceado, esbelto y de mirada vidriosa, iba a cumplir los 18. Ellos muy seguros decidieron que el acto tenía que ser cívico y comunitario, lo cual le dio mucho gusto al Caudillo. Pero la boda fue el preludio del fin de Zapata, pues días después fue asesinado en la hacienda de Chinameca. Mi abuelo y todos los que apreciaban a Emiliano ya no tuvieron consuelo. Sin paz ni armisticio la Revolución del Sur se diluyó en rencor histórico.
De regreso a Xochimilco, mi abuelo empezó a recobrar el ánimo y encontró el equilibrio entre el cultivo de la tierra y la actividad intelectual.
Como él lo dispuso, su sepelio fue una fiesta. “Nada de llorar, ni cantos religiosos, ni rezos. Yo ya cumplí mi ciclo”. Eso sí, hubo muchas flores amarillas, de las que había sembrado cuatro meses atrás. Lo recuerdo tendido en el petate, vestido de blanco en medio de un mar de cempasúchiles. Recuerdo también que decía que la lucha sigue, más allá de nuestras vidas, que otros retomarán los sueños de equidad y de justicia.
Por eso vine a esta hermosa ciudad, al XX Congreso de Matemáticas, a continuar la lucha pero en otro contexto. Vine a Estambul, lugar de mezquitas, ensueños y del Cuerno de Oro, con el objeto de representar a mi país, México, a través de la ponencia, Las matrices mayas de los tejidos de punto (cuanto ingenio para esconder los pocos tesoros que quedaban), misma que expondré en unos momentos. Gracias por escucharme, señores congresistas.
*Cuento escrito por Abel Ruíz López y enviado a la Dirección General del Sistema de Institutos Tecnológicos, de acuerdo a la convocatoria de cuento corto 2011
miércoles, 18 de abril de 2012
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